I. Si bien la escena puede parecer trivial (la visita de la candidata derrotada en el balotaje presidencial al ganador, para felicitarlo), cuando se tiene en mente que la primera, Jeannette Jara, pertenece a un partido político que fue diezmado por una dictadura criminal, respecto de la cual el segundo (José Antonio Kast) se declara admirador, se aquilata lo peculiar de lo vivido en Chile esta semana.

Para algunos, el gesto es reflejo de la proverbial hipocresía chilena (un país en que el término “cínico” se usa con frecuencia como sinónimo de su opuesto). Para otros, es simplemente expresión de protocolos ineludibles en la tradición política nacional. Como sea, el episodio no debe desviar la atención acerca del verdadero “terremoto político” que representa el que, por primera vez desde el fin del régimen de Pinochet (en 1990), un confesado partidario de mismo acceda al poder.

Ante esta realidad tan palpable, surge la pregunta de cómo pudo ocurrir tal cosa, y (tanto o más relevante) qué cabe esperar de este hecho político. En lo que sigue, se ensaya un análisis —por cierto, muy preliminar— respecto de ambas cuestiones.

II. Toda aproximación al proceso político chileno de los últimos años tiene como referente ineludible el denominado “estallido social”, que impactó al país en los meses finales de 2019. Ese evento, que sigue siendo objeto de análisis respecto de sus causas, significación y efectos (sin que existan, hasta la fecha, conclusiones muy claras a su respecto), removió al país tanto por lo inesperado, como por lo masivo y lo violento. Como se recordará, a la sazón gobernaba el país un presidente (Sebastián Piñera) de centroderecha, que había sido de los pocos empresarios que se opusieron a la dictadura militar y que terminó liderando a una derecha que —mayoritariamente— ha exhibido complacencia con “la obra” de dicho régimen. Pocos días después de congratularse de que Chile representaba un “oasis” de prosperidad económica y estabilidad política en la región latinoamericana, Piñera apenas pudo confrontar ese fenómeno social y las consecuencias políticas que acarreó. No cabe abordar aquí este punto de partida de un periodo marcado por desarrollos zigzagueantes que, desde un momento en que el foco fue la demanda por la justicia social, ha concluido esta semana con la elección de un líder cuyas promesas centrales son las de restaurar la ley y el orden, combatir la delincuencia y terminar con la inmigración irregular, circunscribiéndose en lo económico a dinamizar la inversión y el crecimiento, sin que la idea de igualdad aparezca en sus registros. Así, y simplificando al máximo, Chile pasó en un puñado de años desde una masiva revuelta marcada por la tolerancia social ante el desorden e, incluso, la violencia (en aras de una transformación socioeconómica), a una pulsión hobbesiana por el orden y la seguridad, expresada en los insólitos niveles de aprobación a liderazgos internacionales como el de Bukele (a quien Kast ha visitado para estudiar sus métodos de combate a la delincuencia).

Considerando que el estallido social no generó las transformaciones sociales que millones de chilenos demandaban, el cambio de foco desde la inseguridad económica a la inseguridad personal es intrigante. ¿Qué pudo pasar para que, continuando las cosas más o menos igual en términos de un desigual acceso a una provisión de salud y educación de calidad (y a pensiones que para la abrumadora mayoría son miserables), los chilenos prioricen hoy por sobre todas las cosas la seguridad individual y la protección de las fronteras?

En este punto, cabe subrayar la paradoja de que los niveles de percepción de inseguridad ante el crimen son en Chile de los más altos del orbe, al tiempo que los índices de criminalidad se encuentran en la medianía de los rankings internacionales. Más allá de esta paradoja (que refleja muy palpablemente la construcción social de la realidad en estas materias), el hecho de que la percepción ciudadana de que el narcotráfico y el crimen organizado se encuentran fuera de control coincidiera con el masivo influjo migratorio de los últimos años, produjo una “tormenta perfecta”, que ha llevado al surgimiento de liderazgos xenófobos e iliberales, que reducen todos los problemas del país a la inseguridad y la inmigración irregular.

El que Gabriel Boric no dimensionara lo rápido que cambió el foco de las preocupaciones ciudadanas (desde la demanda por justicia social a las de orden y seguridad y control de la inmigración), contribuyó a que su gobierno y el conjunto de la izquierda chilena aparecieran como indiferentes. Este desfase entre lo que el gobierno y su coalición consideraban la orden del día y lo que realmente preocupaba a los chilenos fue especialmente evidente cuando Boric procedió (a fines de 2021) a indultar a varios condenados por delitos perpetrados en el marco del estallido social que, por negligencia de sus asesores, ignoraba tenían nutridos prontuarios penales anteriores a los delitos cometidos en el contexto de la revuelta. El que, tiempo después, una inédita seguidilla de asesinatos de policías removiera al país, probablemente representó el punto de inflexión en que el gobierno perdió la adhesión de la mayoría ciudadana.

Cuando, ya en 2024, comenzaron los aprontes de las elecciones presidenciales que acaban de concluir con el triunfo de Kast, la hegemonía de las diferentes derechas respecto del discurso que dominaría la conversación política chilena se había consolidado. Y, en esa conversación, Boric y la izquierda aparecían como recién llegados en el mejor de los casos, y como oportunistas, en el peor. En ese sentido, lo acaecido el pasado 14 de diciembre aparece como predeterminado, aunque existía la esperanza de que un buen liderazgo pudiera revertir un desenlace aparentemente ineludible.

"Considerando que el estallido social no generó las transformaciones sociales que millones de chilenos demandaban, el cambio de foco desde la inseguridad económica a la inseguridad personal es intrigante."

En este contexto, el triunfo de una candidata del Partido Comunista en la primaria de las izquierdas añadió un elemento más de complejidad. Esto porque este partido alberga en su seno a un pequeño grupo de personeros con convicciones que recuerdan a las corrientes “eurocomunistas” (que en los años setenta del siglo pasado aggionaron a los partidos de esa denominación en Italia y otros países europeos), al tiempo que la hegemonía en el PC chileno la sigue teniendo la facción que ha resistido reformarse, al punto que en el congreso ideológico de enero de 2025 logró que se reiterara su tradicional adscripción al marxismo-leninismo (y su corolario, la dictadura del proletariado), posicionamiento que nadie tiene demasiado claro qué puede llegar a implicar en las condiciones de modernidad tardía actuales, pero que representa un pesado lastre a la hora de plantarse ante un electorado que, hoy por hoy, no comprende tales categorías, y ante partidos aliados que descreen de la viabilidad de terminar con el capitalismo. Para ilustrar el impacto de la militancia de Jara en su campaña, ella tuvo que ir cambiando su posición desde una inicial defensa del carácter democrático de Cuba (“tiene un sistema democrático distinto al de Chile”, señaló antes de las primarias) a una condena del castrismo por “antidemocrático”, ambivalencia que debilitó sus críticas al peligro que involucra para el sistema democrático chileno la llegada al poder de un líder con pulsiones autoritarias, como Kast. Si bien, como han insistido analistas electorales en los últimos meses, la militancia de Jara parece haber sido menos contraproducente que su identificación con un gobierno impopular, el que la anterior la haya expuesto, además, a roces con la directiva de su partido en distintas etapas de la campaña, ciertamente no contribuyó a potenciar a una líder política con evidente carisma y capacidad.

Por el lado de las derechas, como no lograron acordar la realización de primarias (en Chile ellas no son obligatorias), utilizaron el balotaje para el objetivo de zanjar quien lideraría al sector en la presidencial. En este proceso, la aparición de un candidato de claramente asociado a la ultraderecha autoritaria (Johannes Kaiser), resultó funcional para hacer aparecer a Kast como más moderado de lo que se pensaba de él en la elección que en 2021 perdió con Boric. Y, en el caso de la menos votada del sector en la primera vuelta, Evelyn Matthei, su discurso de derecha tradicional y su falta de carisma, la llevaron a terminar en un penoso quinto lugar.

Para concluir este apretado resumen de la campaña, el aumento del apoyo de un candidato arquetípicamente populista-autoritario (Franco Parisi), pero que reclama para sí el ubicarse en una posición equidistante de la derecha y la izquierda, fue uno de los desarrollos más comentados de la primera vuelta.

III. Ya con los resultados del balotaje en la mano, la gran pregunta que surge es la naturaleza que tendrá el gobierno que José Antonio Kast inaugurará el 11 de marzo de 2026. Para algunos analistas, la —-relativa— moderación que exhibió en la campaña que acaba de concluir representaría sólo una maniobra por parte de un líder que desde que llamó a votar por Pinochet en la franja televisiva del plebiscito de 1988, nunca ha dejado de admirar a ese dictador. Desde esta aproximación, Chile acaba de elegir a un ultraderechista que socavará las bases de su democracia de maneras no demasiado diferentes a las que otros personeros de ese tipo han desplegado en el Brasil de Bolsonaro; el EE.UU. de Trump; la Hungría de Orban; la Argentina de Milei; o El Salvador de Bukele. En efecto, argumentan, ¿qué otra cosa cabe esperar de un abierto partidario de Pinochet, que en los últimos años ha sido un visitante habitual de las conferencias de CPAC (“Conferencia de Acción Política Conservadora”) que reúne a buena parte de la ultraderecha mundial?

Este plausible —y alarmante— diagnóstico debe, sin embargo, ser matizado, a la luz de actos que parecen distanciar a Kast del grupo de ultraderechistas autoritarios mencionado. En efecto, y al contrario de los anteriores, su retórica ha sido invariablemente institucional, y carente de esa noción —tan típica de populistas autoritarios de izquierda y de derecha— de que el país se divide entre “patriotas y traidores” (o entre un pueblo inmaculado y una casta corrupta). En efecto, si bien Kast es hijo de un nazi, hermano de un cercano colaborador del régimen militar, y ha defendido a uno de los más crueles violadores de derechos humanos (Miguel Krasnoff), por otra parte ha mostrado una adhesión a formas democrático-constitucionales poco común entre quienes integran CPAC. Así, por ejemplo, y contrastando con Bolsonaro y Trump (quienes nunca han reconocido las derrotas electorales que les propinaron Lula y Biden, respectivamente), Kast no sólo reconoció de inmediato su derrota en 2021 contra Boric, sino que se apresuró a llamarlo para felicitarlo. Tampoco su discurso se ha caracterizado por dividir a los ciudadanos entre patriotas y traidores, por atacar periodistas o por cuestionar la alternancia en el poder. Así las cosas, Chile ha elegido a un líder difícil de encasillar como un ultraderechista que buscará perpetuarse en el poder. Pero que, por otra parte, es efectivo que viene del corazón del pinochetismo, y no puede descartarse que indulte a perpetradores de pasadas violaciones humanas.

"La hegemonía en el PC chileno lo sigue teniendo la facción que ha resistido reformarse."

Considerando los contradictorios indicios acerca de la naturaleza política de Kast, así como su publicitada visita a Giorgia Meloni en la fase final de su campaña, algunos consideran que ella representa el tipo de liderazgo ultraconservador (pero institucional), que Kast exhibirá. Esta apreciación aparece respaldada por un factor crucial: considerando que la institucionalidad que rige en Chile es la impuesta por la dictadura militar (la cual, si bien ha sido reformada en numerosas ocasiones, lo fue siempre en la medida de lo que los partidos herederos de la misma permitieron), Kast no tendría por qué vulnerarla, especialmente dado que éste fue instituida en buena parte por su maestro, Jaime Guzmán. Y menos cuando dicha institucionalidad ha permitido a la derecha obtener su mejor resultado electoral en ochenta años.

Dicho lo anterior, el hecho que la suma de todas las derechas no supere el cincuenta por ciento del Senado, dejando cada proyecto de ley que Kast someta a consideración del Congreso en manos de un senador centrista (que ha declarado que será opositor a la nueva administración), pondrá a prueba la capacidad de los órganos de control del ejecutivo si aquel se ve tentado a buscar “gobernar por decreto” ante la imposibilidad de que sus propuestas legislativas más polémicas sean aprobadas. En este punto, cabe subrayar el hecho de que tanto la Contraloría General de la República (órgano autónomo constitucional con funciones de control preventivo de legalidad de los actos de la administración), como el Tribunal Constitucional (a cargo asegurar la supremacía constitucional), serán un obstáculo formidable ante eventuales intentos de Kast de lograr por decreto lo que no sea aprobado por el Congreso. Así, algo irónicamente, la propia institucionalidad heredada del régimen militar podría erigirse en el gran contrapeso contra eventuales tentaciones autoritarias de Kast.

Por otro lado, la falta de criterio que ha evidenciado Kast (por ejemplo, como líder del fracasado segundo proceso constituyente, en 2023) tensionará la democracia chilena. Esto considerando que, en ocasiones, un despliegue imprudente de herramientas constitucionalmente legítimas puede traducirse en episodios trágicos. A modo de ilustración, en Chile existe un consenso bastante generalizado de que en noviembre de 2019 Piñera evitó un verdadero “baño de sangre” cuando decidió convocar a un proceso constituyente en lugar de decretar un estado de sitio para encausar un estallido social que parecía inmanejable. Este ejemplo sugiere que la simple invocación de la ley y el orden, cuando no está acompañada de prudencia política, puede generar serias tensiones.

Otra esfera en que la presidencia de Kast podría presionar la institucionalidad democrática chilena refiere al campo de los derechos humanos. Si bien en esta campaña se abstuvo de tocar el tema, en la anterior se mostró hostil a las instituciones de derechos humanos de la ONU, lo cual, de seguir siendo su posición actual, podría llevarlo a denunciar o retirarse de tratados de derechos humanos, puesto que la carta fundamental vigente permite que el Presidente tome dichas determinaciones sin la necesidad de contar con la aprobación del Congreso.

Por otra parte, la inminente administración Kast aparece determinada a lidiar con el muy complejo conflicto Mapuche mediante el recurso a la ley y el orden, despreciando iniciativas de diálogo que incluso la derecha tradicional venía apoyando, estrategia que, sin trasgredir el orden constitucional y legal vigente, podría llevar a un escalamiento del dicho conflicto de consecuencias imprevisibles.

Finalmente, en materia de control de la inmigración irregular, el énfasis en la estrategia de endurecer la legislación y efectuar una severa aplicación de las normas ya existentes podría concluir en conculcaciones a derechos humanos básicos de personas inocentes (como los menores que sus padres ingresaron irregularmente al país), puesto que Kast ha anunciado que pretende legislar para que quienes no tengan una situación migratoria regularizada no accedan a beneficios como la salud o la educación. Algo parecido sucede con su propuesta “anti-vándalos”, dirigida a privar de todo beneficio social a quienes sean condenados por actos como pintar grafiti en propiedad ajena, legislación de muy dudosa constitucionalidad, por lo demás.

IV. Como se puede apreciar en las secciones precedentes, luego de una serie de zigzagueos, una abrumadora mayoría del país ha apostado por un liderazgo que promete restaurar la ley y el orden aunque sea al precio de restringir derechos y libertades, expresando la fuerza de la pulsión hobbesiana que parece haberse apoderado de Chile. Así, si el sentimiento predominante del periodo 2019-2021 fue la demanda de una sociedad más igualitaria y horizontal en sus relaciones, el efecto combinado de una inmigración descontrolada y el aumento de la inseguridad ciudadana y del crimen organizado han llevado a una obsesión por el orden de consecuencias difíciles de prever. Con este contexto de fondo, tomará el control del ejecutivo un personero que exhibe rasgos contradictorios en su adhesión a las formas jurídicas y los valores democráticos, lo que impide predecir cuál será el impacto de su gobierno para la democracia chilena. Más allá de esa pregunta fundamental, el tono de su administración será sumamente conservador, con un énfasis en modos tradicionales de entender la autoridad, la familia y las relaciones de género. Dicho esto, el apego de Kast a una institucionalidad que, a fin de cuentas, sigue exhibiendo el ADN que le imprimió la dictadura que lo impuso, puede moderar sus pulsiones autoritarias, llevándolo a un ultraconservadurismo “a la Meloni”, en lugar de un ultraderechismo que busque socavar las instituciones democráticas para perpetuarlo en el poder.